Pésaj. Salir de Mitsráim. De la estrechez. Del carácter mezquino de tantos órdenes de la vida. De la sensación de agobio producida por pesos que sin necesidad ni provecho nos ponemos a los hombros. De la seguridad ilusoria que proveen despensas, almacenes y morrales, que atesoran para cuando no sabemos si estaremos vivos. La traducción literal del hebreo "ietsiAt mitsráim" es "salida de Mitsráim": es Mitsráim el que sale, es todo lo que representa Mitsráim lo que debe salir de dentro nuestro.
Hace unas horas, escuché en la radio un programa a propósito de Pésaj, realizado por gente que mirada de lejos, pareciera buscar para todos la misma bendición que yo busco. Hablan de Toráh, de la delicia del camino recto, de sacralidad, de divinidad. Me quedé con dos frases que se me colaron dentro, y me duelen en el alma. "Al final todos volverán a la masóret-tradición, porque la masóret está en el adn y a la larga no se puede vivir desconectado de lo que han hecho tus ancestros por miles de años", dijo alguien. Y agregó más tarde otro prodigio del pensamiento: "Quien supo irse, sabrá volver".
La "tradición" de que hablan es la última piel, la más grande y delgada, de la Toráh llevada a la vida. La tradición comprende a la Toráh-ley y a la halajáh-norma, a innúmeras agadót (metáforas, fábulas, parábolas) y tanto más, y a una cantidad enorme de costumbres que fueron incorporándose al modus vivendi de los judíos por unas u otras razones y circunstancias, con el paso de las migraciones y los siglos.
Salimos de Mitsráim a una peripecia cuya primera etapa tomaría cuarenta y nueve días de confiarnos al desierto, a la supervivencia en presente rabioso, a la experiencia del milagro cotidiano manifestándose en cada orden de la vida. Teníamos que llegar a los pies del monte Sinái, para recibir ahí una Toráh en su mínima expresión y más intensa: diez postulados conceptuales, imponentes en sus derivaciones, esenciales, hábiles de constituir el nuevo sistema operativo de nuestras almas. Esa es la Toráh que había de prepararnos a ser libres, y entonces, partícipes de divinidad. De algún modo, el curso de las generaciones ha relegado en la conciencia colectiva a esa Toráh, en favor de la "tradición", del sinfin de detalles grandes y pequeños que caracterizan al modo que adoptaron los judíos de hacer todo lo que se hace. Así, quienes hacían este programa de radio que yo escuchaba surcando la noche a lo largo de la ruta, clamaban, convocaban a todos sus hermanos a retornar a los usos y costumbres, a desistir del peligro que supone la exposición a ideas divergentes o nuevas, a arrimarse al rebaño... todo lo cual es muy entrañable y parcialmente bonito, pero termina de olvidar la sustancia bajo el peso de la obsesión por la circunstancia. Y cuando dicen que quien supo irse sabrá volver, olvidan que muchos de los que no están donde ellos los quieren ver, no se fueron, sino que nunca llegaron a estar; y entre la maraña de detalles conductuales, no hallan sustancia a la que retornar. De alguna manera, mis amigos de la radio se me antojaron parecidos a aquel 80% del pueblo de Israel que veían al 20% restante preparándose festivamente para abandonar Mitsráim, y probablemente les gritaban que estaban locos, que se iban a morir de hambre o los iban a matar los escorpiones y serpientes o los iba a calcinar el sol, que la idea de liberarse era una insensatez, que era urgente que cambiaran de parecer para aunque sea seguir vivos y comiendo ajos, zapallitos y sandías todos los días. Y esos que llamaban a los demás a volver inmediatamente a la rutina, a no arriesgarse a sueños locos, murieron en Mitsráim.
Me paso la vida, la semana, cada día, ensayando salir de Mitsráim al desierto inclemente y delicioso. A donde huelgan todas las costumbres, hábitos, usos y rutinas, y en un vacío germinal pletórico de sentido se dibuja la verdad claramente a mis ojos soñolientos, juguetones y libres, desatados. A donde la claridad del pensamiento nuevo me hace notar, palpablemente, la maravilla del milagro cotidiano, del acto de amor en que el Creador me da vida cada día, del amor en que se retroalimentan los cielos y la tierra, mar y firmamento, sol y luna, los átomos que se abrazan y se unen para ser molécula de algo nuevo que los excede. Cuando ensayo salir de Mitsráim, estoy cambiando el miedo y la precaución por el amor y la gratitud, en tanto motores de mi vida. Y entonces, no puedo no querer a cuantos más conmigo; porque sé que revelar la Toráh dentro de cincuenta días requiere de muchos corazones listos y atentos, y sé que desde ahí hay que seguir rumbo al shalóm: un estado global de amor sincrónico, que sólo una conciencia colectiva recta y conectada a la verdad es capaz de producir.
Hacia la mesa del Séder, tenemos una tradición prolífica en pequeños ritos y medidas y detalles que visten a todo el sentido que queremos evocar, revivir, encarnar, hacer real por fin en plenitud sostenible. Son gemas preciosas gran parte de estas tradiciones. Mas el verdadero provecho de ellas lo obtendremos, si nos proponemos hoy que esta vez sí, de todos los modos imaginables, vamos a salir de Mitsráim, con arrojo y asombro y determinación y fe de pelo suelto, a cruzar el desierto hacia dentro, hacia lo profundo del corazón, donde el templo que nos une y por libres, despierta en nosotros la cualidad de lo divino.
Pésaj deleitable, generoso y provechoso. ¡Y nos vemos en el desierto, javerím!
