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יום שישי, 20 באוגוסט 2021

BORRADOR A la postre, siempre los poetas tenemos que salvar el mundo.


A la postre, siempre los poetas tenemos que salvar el mundo.

Cuando todo se pone muy tonto. Cuando progresivamente la sociedad entera enferma de hiperliteralidad (una oscura confusión que atribuye poder de incidencia unívoca en la realidad sensible a todo lo que se dice, con distinciones poco significativas), y olvida las metáforas que con la vida le han dado forma. 

Cuando debajo de lo que parece roto está roto lo que le daba vida, y entonces ni el albañil ni el banquero ni el agricultor ni el ingeniero ni nadie que no un cazador de metáforas enamorado del amor, que un imaginador sin reposo de mapas del laberinto, que alguien que desfallece en entrega a la inasibilidad del Uno entre el centro y en el mundo -nadie, en fin, que no un poeta, que no un profeta-, puede elucidar el madero que endulzará las aguas amargas y calmará la sed de las almas exhaustas. Nadie que no un poeta se atreve a ser profeta, y nadie es profeta sin arriesgar, comprometer, consagrar el valor de lo que dice y hace a círculos que le exceden por lejos en la conciencia, en el espacio, en el tiempo, a círculos que abarcan hasta donde gane y merezca que resuene su luz. 

Pocos habrán nacido profetas. Los más, tuvieron que aprender a golpes. Los más queridos -y entre ellos, las 7 mujeres profetas del Tanáj-, edificaron su habilidad para la profecía mediante el conocimiento de sí mismos, desde su no hallar más sino sólo divinidad por doquier, ni razón o propósito desde el Uno más allá. Las claves fundamentales que emergen de haberte entrenado a ver lo que nace -más allá del momento presente, más allá de tus cuatro metros cuadrados-, y aprender de la descripción de un evento para innúmeros más. Cuando te abstraes de las fantasías del ego -pegajosas, de colores aburridos, y se te desmigajan en los dedos-, y miras todo desde un infinitéeeeesimo que es a su vez el infinito mismo que no es sino disfraz de Todo, el arte sacro de la metáfora se te hace propicio y sus leyes te son connaturales. Como es lo grande es lo chico, y viceversa, y como lo alto lo bajo, y así. Y así lo vives, en simetrías inverosímiles entre los fondos conjeturales del firmamento y de tí. 

Suerte que siempre estamos despiertos. Porque siempre nos duele. A los poetas (uso la palabra poetas en un sentido arbitrariamente amplio, que incluye a peregrinos también de las órdenes filosóficas, de los seguros sin orden, de los errantes que se van pelando en el camino, y en detalle tantos más), siempre nos asiste el deleite, y siempre coquetea con él el dolor. Ambos en alcances insensatos, a decibeles inconfesables. A algunos de nosotros, el deleite del bien que se plasma en belleza sensible nos resulta imposible de resistir. En seguida nos ponemos felices, y escribimos con calma -mesurada por la urgencia de contagiar el bien que percibimos-.  

Yo creo -sólo lo creo, yo, y me hace bien creerlo- que todos los poetas, por su meramente (aún si sólo creen) serlo (y claro que cuando no saben que lo son), van rumbo a identificar la belleza con lo bueno, y entonces a éste con la verdad, y ya está: No hace falta más para salvar el mundo, algún mundo, el mejor iluminado por las luces que has integrado, en que te has consagrado y munido de las herramientas a tu alcance, a conseguir, que es de algún modo conquistar, y de algún otro modo es disolverte en él

el conocimiento de sí mismos, desde su no hallar más sino sólo divinidad por doquier, ni razón o propósito desde el Uno más allá


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